Mientras un jurado federal del Distrito Sur de Florida acusaba al asesor del Poder Ejecutivo Fabio Augusto Jorge-Puras, alias “Vecino”, de conspirar para traficar cocaína hacia Estados Unidos, el presidente Luis Abinader anunciaba, casi en paralelo, la postulación del licenciado Leandro José Villanueva Acebal como candidato oficial de la República Dominicana para dirigir la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).
El contraste no ha pasado desapercibido. En un mismo contexto, el país aparece en los titulares internacionales tanto por un caso de narcotráfico transnacional vinculado a figuras cercanas al poder, como por la pretensión de liderar el organismo global más importante en la lucha contra ese mismo flagelo.
La acusación presentada por la Fiscalía Federal de Florida el pasado 30 de septiembre de 2025 detalla que el asesor del presidente Abinader, Jorge-Puras y Gaspar Antonio Polanco-Virella, alias “El Grande”, habrían participado desde 2019 hasta 2020 en una red internacional de distribución de cocaína entre Colombia, República Dominicana y Estados Unidos. Ambos enfrentan cargos que podrían conllevar cadena perpetua y multas de hasta 10 millones de dólares.
El caso, más allá de los individuos señalados, plantea interrogantes sobre los niveles de penetración del narcotráfico en sectores influyentes de la política y el empresariado dominicano, especialmente cuando se trata de asesores o allegados a estructuras del Estado.
En este contexto, la extradición de individuos vinculados al narcotráfico no solo se limita a su procesamiento judicial; muchos terminan cooperando con la justicia estadounidense aportando información sobre políticos y militares dominicanos. Esa información, a su vez, es manejada por el Departamento de Estado de Estados Unidos, que la utiliza como instrumento de presión diplomática sobre el propio gobierno que facilitó la extradición.
De este modo, se consolidan mecanismos de influencia conocidos como políticas blandas, donde la cooperación judicial y el manejo estratégico de información se convierten en herramientas de control y negociación política, generando un ambiente de dependencia y vigilancia internacional sobre la toma de decisiones nacionales.
A la par de estas revelaciones, el gobierno dominicano, con el apoyo expreso de Washington, promueve la candidatura de Villanueva Acebal para encabezar la UNODC, un gesto que el propio presidente Abinader calificó como muestra del liderazgo regional del país en la lucha contra el crimen organizado.
Sin embargo, la simultaneidad de ambos hechos genera un inevitable debate: ¿Hasta qué punto las autoridades dominicanas mantienen un control real sobre la infiltración del narcotráfico en sus círculos de poder? ¿Y qué lectura hace Estados Unidos al respaldar políticamente a un gobierno que, al mismo tiempo, enfrenta múltiples menciones y escándalos ligados a ese mismo tema?
En el debate nacional crece una percepción difícil de ignorar: el poder político dominicano parece atrapado en un círculo de complicidades y silencios donde los señalamientos por vínculos con el narcotráfico dejan de causar escándalo. Lo más preocupante no es solo la frecuencia con que nombres cercanos al gobierno de Abinader, aparecen asociados a casos de tráfico de drogas, sino la respuesta social y oficial ante ello. Para muchos empleados públicos, beneficiarios directos o indirectos del aparato estatal, la defensa más repetida es que “Leonel y Danilo también lo hicieron”, como si la corrupción o la penetración del narcotráfico fueran una herencia política aceptable. Esa normalización del delito bajo el argumento de “todos lo hacen” refleja una crisis moral profunda y una peligrosa resignación colectiva frente a la corrupción estructural.
Más allá de las formalidades diplomáticas, la percepción pública sugiere que el narcotráfico se ha convertido en una amenaza estructural, capaz de cohabitar entre el discurso oficial de transparencia y los hechos que comprometen a figuras con acceso directo al presidente Luis Abinader.
En ese tablero, República Dominicana se muestra como un país que, mientras busca reconocimiento internacional por su cooperación antidrogas, enfrenta el desafío interno de limpiar su propio entorno político de las sombras que proyecta el narcotráfico.
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