En los últimos días, el silencio ensordecedor de Amnistía Internacional Américas ante las deportaciones masivas de inmigrantes indocumentados llevadas a cabo por la administración de Donald Trump ha puesto en evidencia el doble discurso de una organización que, en teoría, lucha incansablemente por los derechos humanos. Este mutismo no solo es preocupante, sino que también contradice los principios fundamentales que la institución asegura defender.
Desde el inicio del nuevo mandato de Trump, las redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) han sembrado terror en comunidades migrantes en estados como California, Texas e Illinois, entre otros. Se ha reportado la detención de miles de personas, muchas de ellas sin antecedentes criminales, y la separación de familias completas. Mientras tanto, Amnistía Internacional, que ha demostrado un histórico compromiso con la denuncia de abusos, ha optado por un inexplicable silencio cómplice.
La organización no ha dudado en condenar con vehemencia otras políticas migratorias en el pasado, incluso las implementadas por países de menor poderío internacional. Sin embargo, ante las medidas antimigrantes de Trump, incluyendo la eliminación de la ciudadanía por nacimiento y la declaración de emergencia en la frontera sur, su respuesta ha sido tibia o nula. Este doble rasero no solo es moralmente inaceptable, sino que también pone en entredicho su credibilidad como defensor global de los derechos humanos.
Mientras comunidades enteras viven en un estado de pánico y artistas, activistas y organizaciones locales luchan por ofrecer apoyo a los afectados, Amnistía Internacional ha evitado emitir un pronunciamiento contundente. Este vacío de acción deja entrever una preocupante selectividad en sus denuncias, que parece estar más guiada por cálculos políticos que por principios.
Por ejemplo, las deportaciones masivas que aterrorizan a los migrantes haitianos en Springfield, Ohio, y los arrestos indiscriminados en Puerto Rico han desatado una ola de indignación en redes sociales y entre defensores de derechos humanos independientes. Sin embargo, Amnistía Internacional permanece callada, a pesar de que estos eventos constituyen claras violaciones a los derechos fundamentales de miles de personas. ¿Dónde está la indignación que han mostrado en otros casos similares? ¿Por qué no hay un comunicado urgente denunciando la crueldad de estas políticas?
El doble discurso de Amnistía Internacional Américas también refleja una preocupante desconexión con las realidades que enfrentan los migrantes latinos.
El hecho de que más de un tercio de los 13,5 millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos sean de origen mexicano, junto con los miles de haitianos y centroamericanos afectados, hace que su silencio sea aún más reprochable.
La organización no solo tiene la responsabilidad de condenar estas acciones, sino también de apoyar a las comunidades que luchan por sobrevivir ante estas políticas inhumanas. Su falta de acción envía un mensaje claro: algunos derechos humanos son más importantes que otros, y algunas vidas merecen más defensa que otras.
Este silencio de Amnistía Internacional Américas no solo expone su doble moral, sino que también socava la confianza que muchos han depositado en ella como una organización imparcial y comprometida.
La defensa de los derechos humanos no puede ni debe ser selectiva. En momentos de crisis como este, su ausencia no es solo una decepción; es una traición a los principios que dicen defender.
Es imperativo que Amnistía Internacional rectifique su postura y actúe con la urgencia y determinación que la situación exige. Los migrantes indocumentados necesitan voces poderosas que los respalden, no el silencio cómplice de quienes deberían ser sus aliados más firmes. La credibilidad de Amnistía Internacional está en juego, y su respuesta (o falta de ella) a esta crisis será recordada como un punto de inflexión en su historia.
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