En un país donde la memoria colectiva aún busca anclajes confiables, el presidente Luis Abinader se ha convertido en su peor contradicción. Una figura expuesta en exceso, atrapada en un formato de comunicación semanal —La Semanal— que prometía institucionalidad, pero ha terminado sirviendo como una vitrina constante de incongruencias y auto-desmentidos.
El presidente Luis Abinader, que ha dicho públicamente que no opina sobre procesos judiciales en curso, reaccionó sin reparo en múltiples ocasiones a casos similares e incluso más delicados. En noviembre de 2024, calificó de “hecho sin precedentes” la Operación Pandora, un caso penal en proceso. Luego, opinó sobre la condena del diputado Miguel Gutiérrez en abril, y también sobre la entrega voluntaria del regidor de su partido. Erickson Herrera Silvestre en marzo. Sin embargo, cuando los arrestados son empresarios poderosos como los hermanos Antonio y Maribel Espaillat —implicados en el colapso de la discoteca Jet Set donde murieron 236 personas— entonces el presidente «no se involucra».
Esta selectividad no solo hiere la credibilidad presidencial, sino que evidencia una condición psicológica preocupante: una compulsión a comunicar sin control de consistencia. La necesidad de hablar, de opinar, de llenar el vacío informativo semanalmente, ha creado un ciclo de exposición que no solo lo desgasta políticamente, sino que deja a su equipo de comunicación sin herramientas para sostener narrativas coherentes.
Abinader parece estar atrapado en un bucle de declaraciones improvisadas, un impulso de protagonismo que, lejos de proyectar liderazgo, lo muestra como un mandatario inestable en su criterio, víctima de su propio exceso de presencia. Y es que no se trata solo de lo que dice, sino de cómo se contradice. Asegura que no hablará de aspiraciones políticas en La Semanal, pero termina elogiando precandidatos presidenciales del PRM y sugiriendo protocolos internos partidarios. Dice no interferir en temas de justicia, pero ha sentado posición pública en casos similares cuando le conviene el discurso.
Esto no es solo un problema de comunicación, es un síndrome de exposición compulsiva, agravado por una evidente sobrevaloración de su capacidad discursiva. Abinader no es un hombre con grandes luces comunicacionales —ni en retórica, ni en manejo de crisis—, y sin embargo insiste en hablar más de la cuenta. En un país donde la gente ya no se traga cualquier palabra, su reiterada presencia termina siendo una fábrica de autogoles.
El pueblo no olvida. Ya se empieza a identificar en las calles, en los grupos de WhatsApp, en los programas radiales, la frase que le acompaña cada lunes: “¿Y qué va a decir hoy que después se va a desdecir?” Esa percepción es letal políticamente.
Más grave aún es que no hay una salida fácil de este atolladero comunicacional. La Semanal, que inició como un canal directo con la prensa, ahora se ha convertido en una trampa discursiva de la cual el presidente no sabe —o no puede— escapar. Cancelarla sería admitir su fracaso. Continuarla es cavar su propia tumba política con cada palabra.
Luis Abinader no necesita enemigos. Ya tiene uno adentro: su propia lengua.
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