El reciente despliegue militar de Estados Unidos en el Caribe —el mayor en décadas— pretende golpear el corazón del llamado “Cartel de los Soles” en Venezuela. Pero más allá del ruido mediático y de los titulares sobre submarinos y cazas F-35, lo que estamos presenciando es una vieja receta disfrazada de novedad: la militarización de un problema que es, ante todo, humano, social y económico. Durante medio siglo, Washington ha tratado de frenar el narcotráfico con tropas, helicópteros y sanciones. Sin embargo, la evidencia es contundente: cada vez que una “ruta” se cierra, otra se abre; cada vez que un cartel se desmantela, otro ocupa su lugar. El negocio no desaparece, simplemente se transforma, porque el mercado sigue existiendo.
Y ese mercado —hay que decirlo con claridad— está en los Estados Unidos. La verdadera demanda, la que sostiene toda la cadena, no está en Catatumbo ni en los puertos venezolanos, sino en las calles de Nueva York, Miami, Los Ángeles y Chicago. Mientras haya millones de consumidores estadounidenses buscando cocaína, siempre habrá quienes se arriesguen a producirla, transportarla o venderla.
Una política ciega que ignora las causas
El problema con la actual estrategia —“degradar, desmantelar y destruir”— es que asume que la guerra contra las drogas es una guerra que puede ganarse con armas. Pero el narcotráfico no es un ejército; es una economía paralela que nace de la desigualdad, la corrupción y, sobre todo, de la demanda sostenida de drogas.
Bombardear barcos o asesinar capos no elimina el consumo.
Lo único que logra es empujar a miles de familias campesinas hacia la pobreza extrema, criminalizar territorios enteros y alimentar un ciclo de violencia sin fin.
Peor aún: al intervenir militarmente en aguas cercanas a Venezuela, Washington vuelve a violar el principio básico de soberanía nacional, justificando su presencia con el argumento de la “seguridad hemisférica”. En realidad, este tipo de operaciones debilitan los mecanismos multilaterales y empujan a la región hacia una nueva forma de tutela militar norteamericana.
Una guerra que financia guerras
El golpe económico al régimen de Maduro —a través del bloqueo de sus rutas ilegales— puede parecer una victoria táctica, pero en el fondo agrava el conflicto político y social venezolano. Si el flujo de efectivo se interrumpe de forma abrupta, las élites militares pueden fracturarse, pero también puede desatarse un caos interno que termine afectando a millones de civiles.
Washington no está destruyendo el narcotráfico; está utilizando el narcotráfico como herramienta geopolítica. La “guerra contra las drogas” se convierte en un pretexto para intervenir, presionar y moldear gobiernos incómodos, como ya ocurrió en Panamá, Colombia y Afganistán.
Un nuevo paradigma: curar, no castigar
El verdadero enfoque debería comenzar en casa. Estados Unidos tiene que tratar el consumo de drogas como un problema de salud pública, no como un asunto penal ni militar. En vez de enviar submarinos al Caribe, debería invertir en programas de rehabilitación, educación y reducción de daños. Debería también reconocer su corresponsabilidad histórica: sin su mercado, sin sus bancos que lavan dinero y sin su propio aparato político que se beneficia de los conflictos, no existiría la escala actual del narcotráfico. El esfuerzo internacional contra las drogas debe ser cooperativo, no coercitivo; basado en el respeto mutuo entre estados soberanos, no en la imposición militar de una potencia sobre sus vecinos.
El enemigo no está en el Caribe, está en el espejo
Cada tonelada de cocaína incautada en altamar es un reflejo de algo más profundo: una sociedad enferma de consumo, una economía global que premia la ilegalidad y una política exterior que se niega a mirarse al espejo.
La militarización del Caribe puede dar titulares, pero no soluciones. El Caribe no necesita portaaviones; necesita justicia social, cooperación económica y políticas humanas que entiendan que el problema de las drogas no se resuelve disparando, sino comprendiendo.
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