El presidente dominicano Luis Abinader ha demostrado una vez más su inclinación por las palabras huecas, las promesas infladas y las afirmaciones que carecen de sustento. En sus constantes intervenciones sobre la situación con Haití, pareciera que su discurso está diseñado para engatusar a los más incautos, mientras que quienes investigan o simplemente tienen memoria histórica pueden desmontar con facilidad las inconsistencias de su narrativa.
Tomemos como ejemplo sus recientes declaraciones sobre el cierre de la frontera. El presidente asegura que “la frontera no será la misma”, dejando entrever una postura firme y decisiva. Sin embargo, basta con rascar un poco para descubrir que estas palabras no son más que un acto de simulación. La frontera, a pesar de la retórica oficial, sigue siendo un espacio permeable para el contrabando y el tráfico de personas, una situación que su Gobierno no ha logrado controlar.
¿Acaso olvidó mencionar que las medidas adoptadas afectan principalmente a los sectores comerciales formales mientras que las actividades ilegales continúan con total normalidad?
El mandatario también insiste en que el canal de riego construido en Haití es una amenaza para la seguridad nacional, citando tratados internacionales y argumentando sobre la falta de estudios técnicos. Sin embargo, no menciona que su propia administración ha llevado a cabo proyectos de infraestructura similares sin cumplir con los estándares ambientales adecuados. Este doble rasero expone su falta de coherencia y pone en tela de juicio su compromiso real con el Estado de derecho y el medio ambiente.
El populismo barato también se hace evidente cuando Luis Abinader utiliza un lenguaje belicoso para referirse a las bandas armadas de Haití.
La afirmación de que estas bandas encontrarán una frontera “bien resguardada” suena ridícula cuando se contrasta con la realidad: un Ejército dominicano mal equipado y una política migratoria reactiva que no aborda las causas estructurales del problema. Además, su referencia a la fuerza multinacional liderada por Kenia es otro ejemplo de su afán por delegar responsabilidades mientras se presenta como el gran protector de la soberanía nacional.
Las contradicciones de Abinader no terminan ahí. En una rueda de prensa, el presidente asegura que “siempre hemos estado dispuestos a llegar a un acuerdo con nuestros vecinos”, pero luego admite que no hay un interlocutor válido en Haití. Esta afirmación no solo carece de sentido, sino que también demuestra su incapacidad para abordar una crisis diplomática con soluciones innovadoras y efectivas.
Por último, no podemos ignorar cómo el presidente intenta desviar la atención de las acusaciones internacionales contra figuras haitianas como Prophane Victor, quien enfrenta sanciones por su vínculo con bandas criminales. En lugar de concentrarse en fortalecer los mecanismos internos para combatir el crimen organizado y la corrupción, Abinader parece más interesado en utilizar estas noticias como cortina de humo para ocultar la ineficacia de su Gobierno.
Luis Abinader se ha consolidado como un maestro de la demagogia, un simulador que confía en el poder efímero de las palabras mientras evade las acciones reales que su país necesita.
Su falta de seriedad y coherencia no solo debilita la confianza en las instituciones, sino que también pone en riesgo la estabilidad de la región. La verdad es que, cada vez que el presidente habla, lo mejor que podemos hacer es cuestionar, investigar y recordar que sus palabras rara vez se traducen en hechos.
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