La presidencia no es un trono, ni el poder un derecho divino, pero para muchos líderes parece ser un espejismo donde los aduladores se convierten en cortesanos y las decisiones se toman al calor de los aplausos falsos. Esto es exactamente lo que está ocurriendo en República Dominicana. El presidente Luid Abinader, aunque bien intencionado al principio, se ha rodeado de un séquito de incondicionales cuya única habilidad parece ser asentir, halagar y mantener una fachada de apoyo que desaparece tan pronto las cosas se complican.
El problema no es nuevo, pero es alarmante en su magnitud. Un gabinete de amigos y seguidores que carecen de la experiencia, visión y capacidad profesional para gestionar las complejidades del Estado no es un equipo, es un lastre. Estas personas, incapaces de plantear alternativas o prever problemas, no solo dejan al presidente solo en los momentos críticos, sino que, peor aún, son los arquitectos de muchas de las crisis que enfrentamos. Desde errores políticos hasta desastres mediáticos, su solución a todo parece ser “pasar la página”, como si el tiempo borrara los problemas en lugar de agravarlos.
El liderazgo no es solo llegar al poder, es ejercerlo con inteligencia, estrategia y un profundo entendimiento de las dinámicas políticas y sociales. Aquí es donde radica la debilidad principal del presidente Abinader: aunque hizo su tarea para ganar la presidencia, su desconocimiento de la política dominicana y su ingenuidad en el manejo del poder lo han llevado a un punto crítico. Sus logros, que son escasos, están opacados por una creciente percepción de estancamiento, desorganización y falta de rumbo.
La historia nos ha demostrado que un líder que se rodea únicamente de aduladores está condenado al fracaso. Un presidente no necesita amigos en su gabinete, necesita expertos en cada área clave. Necesita personas capaces de cuestionarlo, de ofrecer perspectivas distintas, de incomodarlo si es necesario. Rodearse de mediocridad para sentirse cómodo solo lleva a gobernar desde la miopía y la autocomplacencia.
Hoy, la República Dominicana paga el precio de esta dinámica. Un país con tanto potencial queda atrapado en la inercia de un liderazgo que no se ha fortalecido, rodeado de una corte de incapaces que no hacen más que hundirlo más. El pueblo dominicano merece más que un presidente bien intencionado pero mal asesorado. Merece un líder que entienda que el poder no es un premio, sino una responsabilidad que exige rodearse de lo mejor, no de lo más cómodo.
El tiempo de los aduladores debe terminar. Si el presidente Abinader no corrige el rumbo ahora, quedará en la historia no como el hombre que quiso hacer el cambio, sino como el que fracasó por rodearse de incapaces.
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